Por COLECTIVO EDITORIAL.

 

La empresa es la célula fundamental de la sociedad, sobre la que se levanta el Estado. Tal es el nuevo credo argentino desde el 10 de diciembre de 2015, cuando la crema y nata de la casta gerencial formada en colegios de elite y universidades privadas arribó al gobierno de la Nación, de la Provincia de Buenos Aires y de la Capital Federal. A contrapelo de lo que prevía el gran reformador de las pampas del siglo XXI, Jorge “Papa Francisco” Bergoglio, la inflexión conservadora no nos depara el regreso a los valores tradicionales de la comunidad organizada sino un salto mortal modernizador y tecnocrático.

La magnitud del cambio promovido por la mitad de la población está por verse. ¿Asistimos al ejercicio de una alternancia gubernamental sin mayores pretensiones; o estamos ante una mutación más ambiciosa que apuesta a reformatear a la sociedad argentina, tal y cómo la clase dominante procuró cada vez que llegó al comando del Estado? La definición de este enigma tendrá lugar durante los primeros meses del nuevo gobierno. Dependerá de su capacidad para estabilizarse y manipular con éxito la crisis económica que hereda, sin abandonar sus convicciones en la puerta de la Casa Rosada.

El lastre a remover sigue siendo el peronismo. No nos referimos al Partido Justicialista, hoy balcanizado. Esa dirigencia vaporosa, siempre dispuesta a amoldarse según el signo de los tiempos padece el mismo virus que afecta al resto de las formaciones políticas: la crisis terminal de la representación. Pero el peronismo sigue siendo el nombre, o podría decirse el eufemismo, a falta de uno mejor, de cierta condición democrática que opera como piso mínimo para la gobernabilidad. El peronismo como promoción material y simbólica de los sectores populares, como promesa siempre incumplida de igualación social, como identidad fantasmal que sobrevuela el desfondamiento de la familia, la patria y la propiedad. Hacia allí apuntarán los cañones de la reforma moral elitista promovida por la Propuesta Republicana.

Pragmáticos, flexibles y exitosos, no es tan fácil definir la naturaleza del nuevo grupo gobernante. El dato más fiel, además de su homogénea extracción de clase, tiene que ver con el origen: otra vez 2001. La parábola del PRO puede resumirse como la paciente fabricación del primer partido del Siglo XXI. La primer orga pospolítica de la Argentina.

2001 es el ADN que tienen en común los soldados del Pingüino y el voluntariado macrista. Un hilo secreto emparenta el destino de ambas fuerzas. El kirchnerismo impulsó en sus inicios una transversalidad progresista, pero terminó recostándose en la vieja estructura del PJ. La demanda de renovación fue capitalizada entonces por el ingeniero Macri y el vidente ecuatoriano. Ellos ofertaron una respuesta gerencial al “que se vayan todos”. Las triquiñuelas que rodearon el traspaso del bastón de mando no alcanzan para ocultar la complicidad que se dispensaron la ex presidenta y el nuevo chief executive officer del país-empresa durante la larga década consumada.

Expertise comunicacional y eficacia administrativa son los axiomas básicos del programa PRO. La conexión afectiva y el contacto mediático reemplazan la representación política y el debate ideológico. La gestión eficiente de los flujos y las cosas (es decir de mercancías y ciudadanos) configura el armazón de un nuevo espacio público, sin sujetos colectivos a la vista. El desarrollismo trunco del siglo XX determina la orientación económica que vendrá. Una de las principales ideas de este modelo es la incapacidad de la burguesía nacional para proveer las inversiones necesarias, si lo que se pretende es dar un salto productivo hacia la reinserción en el mercado mundial. El capital trasnacional está llamado a ocupar el rol de dinamizador del despegue patrio. Otra utopía manoteada del cajón de los recuerdos del subdesarrollo.

A días de iniciada esta nueva etapa, podemos afirmar que no estamos ante una pudorosa revitalización de la República, como argumentan los nuevos inquilinos de la Casa Rosada. No solo por el ataque despiadado contra instituciones que reclaman cierta independencia para cualquier espíritu republicano que se precie, como la Procuración General de la Nación o el Banco Central. Hay que mirar tras bambalinas, para constatar que el macrismo es también una banda articulada en función de negocios oscuros que constituyen su principal garantía estratégica. Las designación al frente de la Agencia Federal de Inteligencia de un escribano amigo sin experiencia en la materia, y de una diputada de estrechas relaciones con viejos espías desalojados, anticipa un manejo faccioso de los resortes más siniestros del Estado. No es difícil imaginar la reconstrucción de relaciones carnales con los sistemas de espionaje de EEUU e Israel, y el lubricamiento de un aparato represivo orientado a domesticar las “nuevas amenazas” que ponen los pelos de punta de la democracia occidental.

 

El carácter súbito y sorpresivo de la transformación que está en marcha nos obliga a sumergirnos sin demora en las nuevas coordenadas. Evitar la consolidación de “una solución empresarial para los problemas de los argentinos” resulta un imperativo categórico. Sin embargo, precisamos una lectura contundente de cómo y por qué el kirchnerismo le sirvió en bandeja el país a la nueva derecha.

En su discurso de despedida ante la multitud en la Plaza de Mayo, Cristina Fernández señaló los tres factores de poder a los que responsabiliza por su derrota: el conglomerado mediático, las corporaciones empresarias y “el partido judicial”. En este recuento de las principales batallas perdidas durante los doce años de gobierno, no se percibe el menor atisbo de autocrítica. Hoy podemos decir que el sino del movimiento político fundado por Néstor Kirchner se definió entre los años 2008 y 2010, entre la llamada “guerra contra el campo” y el fallecimiento del conductor.

Durante aquella primera gran contienda contra el complejo agroexportador, una movilización social y callejera de naturaleza patronal logró torcer la voluntad del ejecutivo y desmembró para siempre el horizonte de transversalidad. Desde entonces, la posición determinante del enclave sojero se mantuvo inamovible, con la anuencia del gobierno nacional. En 2009, como consecuencia del zafarrancho anterior, comenzó la pelea por la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual. La polarización política llegó a mover el amperímetro, pero seis años después las principales empresas conservan sus posiciones hegemónicas, siguen capturando la atención de las mayorías, y la democratización efectiva de los dispositivos comunicacionales se estancó de forma manifiesta. En cuanto a la Justicia, como en tantos otros rubros, el intento de transformación encarado por el gobierno fue tardío, tímido, y encalló entre los pactos de mutua conveniencia y la falta de apertura para delinear alternativas de mayor alcance.

Si algo hemos aprendido, a lo largo de esta inolvidable década, es que la democracia realmente existente está minada por contrapoderes sistémicos de gran calibre, porque son capaces de articular sus propios intereses con el deseo de la población. El kirchnerismo tuvo el valor de poner en evidencia este orden de cosas. Pero no pudo o no supo o no quiso destrabar los principales cerrojos del capitalismo contemporáneo. Mas acá entonces de la mejoría en los niveles de consumo popular, de la promoción de derechos, y de tantos otros avances que habrá que defender con lo puesto, seguimos estando reclusos en las prisiones de lo posible.
Ya no hay excusas. Toca afinar la crítica. Y relanzar la imaginación política.

Fonte: Crisis

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