Por RAÚL SÁNCHEZ CEDILLO.

El 15M empezó como una especie de performance colectiva. Las plazas, las asambleas, las comisiones, los speaker corners, pero también las retransmisiones por streaming o las conexiones en directo de los telediarios. En la medida en que estaba orquestada y controlada por abajo (pero sobre todo porque no apelaba a un espectador, sino a una persona como las demás susceptible de indignarse y sumarse a las plazas y las redes), la comunicación, la mediación de la expresión del 15M nunca fue un espectáculo, sino una performance constituyente de un sujeto, de una multitud, de una forma política nueva fabricada en el acontecimiento y en su potencia de contagio de afectos cualitativamente políticos.

En cambio, hoy Podemos parece acercarse al punto más bajo de su parábola, si no a su conclusión. Depende de que entendamos la palabra en su sentido geométrico (una parábola descendente, que acaso resultar ser una onda sinusoidal) o en su sentido literario, donde los sucesos de las últimas semanas nos cuentan una historia aleccionadora, un precepto ético para la acción que ha de venir. Si lo comparamos con el 15M desde este punto de vista, lo que Podemos tuvo en su inicio de performance constituyente (como acto político de constitución de un instrumento político al servicio de las mayorías nacidas y/o despertadas con el 15M) no ha tardado, hitos mediante, en convertirse en un espectáculo mediático liso y llano, donde afiliadas, simpatizantes, votantes, asisten pasivamente a un vodevil ya visto pero no menos preñado de consecuencias: la batalla cainita por el mando entre los jefes carismáticos y la ocupación del tiempo político por la cháchara de sus dimes y diretes. La reciente “operación Varejón” es el episodio final de la tragicomedia.

Contra la Schadenfreude

Nada de esto es nuevo. Nada de esto sorprende en exceso. Y nada de esto es digno de escarnio o de chanza. En la acción política operan las ideas, los grupos, las hipótesis, pero también el “dinero y las armas”, las relaciones de fuerzas. Cuando Podemos surge en enero de 2014 (después de casi dos años de ensayos y errores en el intento destituyente de terminar con el gobierno de Rajoy y con el régimen bipartidista —respaldado por las derechas catalanas y vascas— que había sancionado la austeridad, la corrupción generalizada, los desahucios y la reforma del art. 135 de la CE, no era ni mucho menos la única hipótesis en marcha para llevar la indignación a los parlamentos, ganar unas elecciones, echar a los corruptos, “rescatar a las personas, no a los bancos”. Pero no tardó en comprobarse, entre enero y mayo del mismo año, que era la única hipótesis que podía tener éxito y dar un giro a los acontecimientos. Hace falta un esfuerzo para recordar la intensidad y las grandes expectativas de aquellos días, la certidumbre de que hacía falta una clave, pero que una vez encontrada el régimen entero del 78 podía ceder y empezar un periodo constituyente en lo social y en lo político.

La forma Estado y Podemos

Recordemos Vistalegre en octubre de 2015: “Tres secretarios generales no ganan a Rajoy y Sánchez”. No era sólo el problema del número de secretarios generales, ni de que los perdedores del congreso se echaran a un lado y dejaran hacer. Retrospectivamente (y por ende con el valor que tienen las constataciones post festum) la forma Estado española ha ocupado a Podemos desde dentro, por así decirlo, desde las cabezas de sus dirigentes. En la mejor tradición del transformismo de la III Internacional, Íñigo Errejón tendría ocasión más tarde para entonar el lamento por los desmanes que produjo el diseño de Podemos como “máquina de guerra mediático-electoral”, pero fue el principal responsable del diagnóstico de coyuntura en junio de 2014 y del diseño de un partido-empresa plenamente autónomo respecto a sus inscritos con la excepción de la Asamblea Ciudadana de la organización.

La coyuntura, sin duda favorable para una irrupción destituyente en las instituciones representativas, fue leída como un enfrentamiento entre dos Estados mayores o, para ser más exactos, entre dos corporaciones de la comunicación y la opinión pública, donde los respectivos CEOs tenían que librar la batalla en los meses sucesivos para el control y la fidelización de las audiencias. Guerra de signos y consignas, batallas de relatos y carismas. A partir de esta concepción, las decenas de miles de personas que se sumaron a la empresa no dejaban de ser vistos como masa de maniobra fiel, “voluntarios” o quizás mejor miembros de un club de fans o de una peña deportiva, encargados de organizar de arriba abajo la cadena de mando coreográfica antes de las citas electorales. Desaparecieron así los círculos o quedaron diezmados; se generó una masa empleados que sólo rinden cuentas a sus superiores, todo en aras de la hipótesis vencedora, de la Blitzkrieg que se hacía esperar una y otra vez.

Los desastres de la conducción carismática

No sabemos cómo habría reelaborado Max Weber su teoría de la autoridad carismática si hubiera vivido en la época de la telerrealidad en la que llevamos casi tres décadas. ¿Podría Belén Esteban haber lanzado en su momento una iniciativa política? Desde luego que sí. Pero sólo habría podido ser una marioneta de sus patrocinadores. Los talkshows que hablaban de las andanzas y desventuras de las lumpencelebrities pasaron, gracias al 15M, a hablar de la actualidad política, de los dramas sociales y de la desvergüenza de las elites políticas y financieras. Esa era la trama perfecta para Pablo Iglesias, quien no en vano se había preparado desde antes del 15M para hacer política a guisa de comunicador político y celebrity televisiva. Esto tenía más de inteligencia táctica sobre el régimen que gobierna la esfera pública actual que de teoría metapolítica sobre la conducción carismática. Nada que ver con la envoltura que, de la mano de Errejón y de la importación de un peronismo sofisticado por Laclau y Mouffe, quiso convertir a Pablo Iglesias en un caudillo populista, contra todas las evidencias que ofrecían las tradiciones políticas de la historia española reciente y el precedente inmediato del 15M, hecho de radicalidad democrática y de una profunda crítica de la representación. El sesgo de confirmación que sólo el espejismo de la claridad académica puede producir hizo el resto. Aquellos tiempos en los que Errejón repetía en tono confidencial (a modo de admonición para quienes pudieran pensar que Podemos era un instrumento accesible para todos), aquello de “Pablo Iglesias es mucho más que Podemos”.

La ausencia de contrapesos y contrapoderes y el municipalismo ausente

Desde la fundación de Podemos, todo han sido campañas electorales, argumentario, listas (plancha), batallas por los liderazgos de facción. Desde el inicio ha habido mil excusas para no tener un debate masivo y no controlado, primero sobre las características de Podemos como partido tras la irrupción de mayo de 2014 (cerrado a cal y canto con el plebiscito de Vistalegre I) y más tarde sobre las confluencias ante las elecciones municipales de 2015. En este último caso no se trataba de los criterios de organización interna de un partido, ratificados en un congreso, sino de la concepción del pluralismo político emancipatorio y de las relaciones con otras creaciones políticas nacidas con el ciclo 15M. Fue el aún todopoderoso secretario de Política y Área de Estrategia de Campaña, Íñigo Errejón, —aún estamos lejos del episodio “Jaque Pastor”— el que impuso una línea de prepotencia respecto a las asambleas y grupos municipalistas que desde junio de 2014 estaban pugnando por construir un polo municipalista que hiciera reales las potencias instituyentes del 15M en el ámbito idóneo que son las ciudades y municipios.

La supuesta necesidad de proteger la marca Podemos con vistas a las elecciones generales facilitó finalmente que el partido accediera a abrir procesos de confluencia, pero quienes participaron en la confluencia municipalista en las principales ciudades y pueblos recuerdan una máquina de imposición y de arrogancia, dispuesta a todo menos a alentar la constitución de un polo municipalista independiente, aunque no necesariamente opuesto a Podemos y a otros partidos. Tampoco ayudó mucho, sino todo lo contrario, la decisión de Guanyem y luego BCN en Comú de privilegiar las buenas relaciones con el secretario Errejón en aras del apoyo mutuo, en lugar de aprovechar el perfil de Ada Colau para constituir un sujeto municipalista plural en todo el Estado. El resultado está a la vista: del municipalismo oficial solo hay caras, en un caso de la restauración del gobierno “normal” de la capital del Reino (Carmena) y en otros, como en el caso de Barcelona, una personalidad pública completamente absorbida por las dinámicas de los viejos partidos de la izquierda catalana (Colau). Ni entonces, ni ahora, se ha tenido en consideración la centralidad del pluralismo de centros de contrapoder, la ecología de los disensos y los agonismos dentro de un proceso emancipatorio. Porque, de nuevo, “primero se toma el poder y luego se transforma la realidad”. Bajo la doxa populista se deja ver una concepción irracionalista y teológica de la acción política, más parecida al juego de apuestas de un hedgefund o un casino que al tiempo imprevisible pero sólido de la potencia colectiva distribuida.

Y Europa seguía ahí

La unción carismática y su correspondiente invención de un pueblo español soberano se tradujeron en una permanente ambivalencia de la política europea de Podemos. No sólo estaba el desajuste entre el relato populista y la complejidad hojaldrada de la dimensión europea y de la crisis de la UE, sino que desde el inicio los círculos de Podemos en Europa se vieron limitados a ser cajas de resonancia de la política “nacional” entre “compatriotas en el exilio”. A su vez, la representación en el europarlamento ha reflejado la fragmentación interna de Podemos desde antes de Vistalegre I, de tal suerte que la actividad en la cámara europea ha oscilado entre la iniciativa personal de las diputadas independientes y sus usos ocasionales como escenario de protesta. En estos cinco años los soberanistas de derechas se han federado y comparten recursos e ideas, mientras que la política europea de Podemos deja un registro amorfo, muy por debajo del potencial de un partido con varios millones de votos.

El ritorno ai principî: democracia, común y función de partido

El diagnóstico fundamental está más o menos claro: la centralidad de Podemos en el ciclo electoral que se abre en 2015 ha producido un impacto difícilmente reversible en el sistema político español, pero no ha cumplido ninguna de las metas que podrían haber justificado, para crédulos y realistas, los enormes daños ecológicos que su unilateralismo ha producido. Si algo ha adoptado Podemos del ciclo progresista latinoamericano ha sido la aplicación del modelo extractivista a las cuencas de subjetividad, asociacionismo, luchas y esperanzas que nacieron con el 15M. Hoy la cuenca parece agotada, y los adversarios están en plena guerra de movimientos conforme a una dinámica reaccionaria europea y global.

Si hace falta un Green New Deal es, sin duda, en la concepción y la práctica de las luchas singulares, autónomas, interseccionales, y sus expresiones o instrumentaciones electorales. La insistencia pertinaz en la “variante populista”, a pesar de sus costes inasumibles desde el punto de vista de la democracia organizativa, de la relación con movimientos y contrapoderes sociales y de la permanente subalternidad respecto al soberanismo nacionalista y supremacista, recuerda la retórica sobre un “uso alternativo y pacífico” de la energía nuclear.

El tiempo se acaba. Hasta el punto de que ahora dependemos más que nunca de los errores de los adversarios antes que de la virtud propia. Sería muy deshonesto pretender que se puede volver a empezar de cero, que el ciclo Podemos (y todo el ciclo electoral y parlamentario) no ha producido irreversibilidades duras, que impiden la reconstrucción de las potencialidades que abrió el 15M. Sin embargo, todo empieza por el medio. Repetir el machiavelliano ritorno ai principî no significa colocarse en una situación ideal y abstracta, sino aplicar el “método 15M” a las luchas existentes, reconociendo que el “bloque histórico” está siempre compuesto de contrapoderes equipolentes, con distintos puntos de aplicación y protagonismos de fase, sin primacía alguna del “partido”. Las duras lecciones de estos años dejan un motivo: el partido es una función táctica, un instrumento coyuntural, no un “embrión de Estado”. Tenemos que quitarnos de la cabeza la proyección que los fundadores de Podemos hicieron sobre las capacidades políticas de la constelación 15M: que no sabía gobernar, que era incapaz de entender el papel del gobierno y del Estado y la necesidad de disputar su control. Las personas que continúan en Podemos tienen ahora la oportunidad de contribuir a crear algo mejor y diferente, sabiendo que la inteligencia colectiva, los agonismos libres y regulados, las estrategias convergentes son más capaces de “construir pueblo” y mucho más inmunes a la captura estatal de las mentes y las organizaciones. Y todas debemos ayudarles.

Questo articolo è stato pubblicato per pasos a la izquierda l’11 febbraio 2019.

 

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